Poesía
Humberto Garza

WEBMASTER: Justo Alarcón

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INDICE

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LA VELA DE PIEDRA EL RELOJ DE PALACIO
EL "CACAHUATL" DE SAN PABLO LA CALLE XICOTENCATL
LA CALLE DE LA CADENA LA CALLE DEL CALVARIO
DEL ESCENARIO DE LA CELDA LA CAJA MILAGROSA



LA VELA DE PIEDRA
(Adición de la Villa de Guadalupe)

Sacude el mar su melena
y son las olas montañas
que coronan refulgentes
ricas diademas de plata.

Niega el sol su viva lumbre
al titán que tiembla y brama,
y el huracán, monstruo negro,
abre sus fúnebres alas.

Todo es en el cielo sombras;
todo es en el aire ráfagas,
la lluvia cae a torrentes,
el rayo doquier estalla;

cada relámpago alumbra
un cuadro que impone y pasma
de terror al que lo mira,
a Dios elevando el alma.

Sobre el abismo sin fondo
de las turbulentas aguas,
entre las olas gigantes
que los espacios escalan;

bajo el manto de tinieblas
que en las regiones más altas
corren en alas del viento
como legión de fantasmas;

Al rumor de las centellas
que difunde la borrasca
y que al reventar convierten
las nubes en rojas ascuas;

cual hoja que se sacude
para abandonar la rama,
a impulsos de estos ciclones
que a los sabinos descuajan,

en la líquida llanura
zozobra sin esperanzas
ligera nave que en vano
quiso arribar a la playa.

Sus velas poco le sirven
y el maderamen no basta
a resistir los embates
de las ondas encrespadas;

sus mástiles se doblegan,
como en el campo las cañas,
y al hundirse en el abismo
ninguna mano la salva.

Es la soledad desierta
su aterradora amenaza;
la mar su inmenso sepulcro,
y el mudo espacio su lápida.

Los que en la nave caminan
sus oraciones levantan
al Ser que todo lo puede
y le encomiendan sus almas.

Entre tantos tripulantes,
que sobre el abismo viajan,
van dos jóvenes que ruegan
al cielo con unción santa.

Pareja noble y dichosa,
que con ternura se aman
y que tienen por tesoro
la juventud y la gracia.

El cumplió los veinte abriles
ella por dos no le iguala;
él es arrogante de porte,
ella una beldad sin tacha.

Van a buscar a sus padres
que residen en España,
y antes de que la tormenta
su embarcación agitara,

llevaron más ilusiones
risueñas, dulces y castas,
que tiene estrellas el cielo
y tiene arenas la playa.

Él, mirando los horrores
siniestros de la borrasca,
entre la lluvia de rayos
que roncos tronando espantan,

besa a su esposa la frente
al verla derramar lágrimas,
y señalándole el cielo
le dice: - ¡Ten esperanza!

Dios que, al extender su mano
refrena al punto las aguas,
y a quien sumiso obedece
cuanto formó su palabra,

Dios que es todo y puede todo
es el único que salva
al que en los grandes peligros
su misericordia aclama.

- Pídele tú que nos salve
de una muerte tan amarga,
tan lejos de tantos seres
que nos buscan y nos aman;

yo me dirijo a quien logra
de Dios lo que nadie alcanza,
a la "Estrella de los Mares",
a la Virgen sacrosanta.

Yo, cuando fui a despedirme
de mi Virgen mejicana,
"no me abandones, mi madre",
dije llorando a sus plantas.

Y ella no ha de abandonarnos,
nos sigue con su mirada,
arrodíllate conmigo
y háblale con toda el alma.

Mira en el triste horizonte
aquella nube de alza,
figurándome en su forma
un paisaje que me encanta,

el cerro agreste y pequeño
entre cuyas rocas áridas
la Virgen de Guadalupe
se apareció en forma humana.

Y la nube se ilumina,
la circunda roja franja
y algo se mueve en el fondo
que parece que me llama.

-Deliras, mujer, deliras.
-Pero mira, se destaca
entre rayos refulgentes
una visión que me encanta.

¡Es la Virgen de mi tierra!
¡Mira el ángel a sus plantas
el manto azul y estrellado
como las noches de Anáhuac!

-Santo delirio, hija mía;
si la Virgen nos salvara
las velas que tiene el barco,
y vamos que son bien anchas,

como ofrenda de su templo
por nosotros regalada
para ejemplo de otros fieles
yo las hiciera de plata.

Y cuando acabó aquel joven
de decir estas palabras,
aplacáronse las olas
quedando la mar en calma.

Las que fueron negras nubes
pronto se tornaron blancas
y asomó la luna en llena
por las estrellas cercada.

Los marineros absortos
de maravilla tan alta
volvieron cantos y risas,
bendiciones y plegarias,

lo que en los tristes momentos
de la deshecha borrasca
fueron horribles blasfemias
y escandalosas palabras.

La nave al fin llegó al puerto,
la gente feliz y sana
refirió el raro portento
confirmándolo con lágrimas.

Y los jóvenes viajeros
avivaron más el ansia
de cumplir una promesa
más que solemne, sagrada.

El mástil de aquella nave
que se doblegó cual caña
al soplo de la tormenta
fiera y desencadenada,

lleváronselo consigo,
y en otras horas más gratas
trajéronlo hasta la iglesia
de la Virgen mejicana.

Dieron al templo en limosna
lo mismo que les costara
fabricar cual lo ofrecieron
rico velamen de plata.

Y aprovechando aquel mástil
fueron con piedra labradas
las velas que hoy nos recuerdan
el fervor de aquellas almas.

¡Cuántos ascendiendo al templo
que el cerro en su altura guarda,
frente al monumento humilde
de que mi romance trata,

no saben que es el emblema
de una devoción sin mancha,
de una fe que fue el tesoro
de las edades pasadas,

y que hoy es raro encontrarse
prestando alivio a las almas
a quienes la duda enferma
y el escepticismo amarga!

¡Oh, tradición, tú recoges
sobre tus ligeras alas
lo que la historia no dice
ni el sabio adusto relata!

¡Toca al narrador agreste
despojarte de tus galas
para entretejer con ellas
sus más vistosas guirnaldas!

Al pueblo lo que es del pueblo,
sus venturas, sus desgracias
y todo cuanto le atañe
en. su historia y en su patria.

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EL RELOJ DE PALACIO
(Leyenda de las Calles del Reloj)

Lector: escúchame atento
esta tosca narración
y júzgala la tradición,
fábula, conseja ó cuento.
En un libro polvoriento
la encontré leyendo un día,
y hoy entra a la poesía
desfigurada y maltrecha;
el verso es de mal cosecha
y la conseja no es mía.

Hubo en un pueblo de España,
cuyo nombre no es del caso
porque el tiempo con su paso
todo lo borra o lo empaña,
un noble que cada hazaña,
de las que le daban brillo,
celebraba en su castillo
dando dinero a su gente
construyendo un nuevo puente
o alzando un nuevo rastrillo.

Era el noble de gran fama,
de carácter franco y rudo,
con campo azul en su escudo
y en su torre una oriflama.
Era señor de una dama
piadosa como ninguna;
dueño de inmensa fortuna
por trabajo y por herencia
y tan limpio de conciencia
como elevado de cuna.

Una vez, para decoro
de sus ricas heredades
cruzó yermo y ciudades
para combatir al moro.
Llevóse como tesoro
y como escudo a la par,
un talismán singular
atado a viejo rosario
un modesto escapulario
con la Virgen del Pilar.

Era el precioso legado
de sus ínclitos mayores;
desde sus años mejores
lo tuvo siempre a su lado.
Y como voto sagrado
de cristiano y caballero
juzgó su deber primero
en el combate reñido
llevarlo siempre escondido
tras de su cota de acero.

En ocasión oportuna
el noble llegó a creer
que ante el moro iba a perder
honra, blasón y fortuna.
Soñó que la media luna
nuncio de sangre y de penas,
en horas de espanto llenas
iba en sus feudos a entrar
y hasta la vio coronar
sus respetadas almenas.

Y no sueño, realidad
pudo ser en un momento,
pues fue tal presentimiento
engendro de la verdad.
Acércanse a su heredad
Muslef y sus caballeros;
mira brillar los aceros
al fugor de alta linterna
y sale por la poterna
en busca de sus pecheros.

Anda con paso inseguro
de un hachón a los reflejos;
"alarma", grita a lo lejos
el arquero sobre el muro.
Como a la voz de un conjuro
del noble los servidores
surgen entre los negrores
de aquella noche maldita
y lo siguen cuando grita:
"¡Sus! ¡A degollar traidores!

Corren y, en breves instantes,
terror y espanto difunden
y en una masa se funden
asaltados y asaltantes.
Los cascos y los turbantes,
revueltos y confundidos,
entre quejas y alaridos
vense en las sombras surgir,
sin lograrse distinguir
vencedores y vencidos.

El noble señor avanza
en pos del blanco alquicel
de un moro que en su corcel
huye blandiendo su lanza.
Resuelto a asirlo le alcanza
por ciega rabia impelido,
y cruel y enardecido
le mata con gran fiereza
y le corta la cabeza,
pues Muslef era el vencido.

Al tornar lleno de gloria
a su castillo feudal
dijo: "Es un ser celestial
el que me dio la victoria.
El que ampara la memoria
y el lustre de mis abuelos;
el que me otorga consuelos
cuando vacila mi planta;
es... ¡la imagen sacrosanta
de la Reina de los cielos!

"Siempre la llevé conmigo
y hoy de mi fe como ejemplo
he de levantarle un templo
donde tenga eterno abrigo.
El mundo será testigo
de que ferviente la adoro,
y cual reclamo sonoro
de su gloria soberana
daré al templo una campana
hecha con armas del moro".

El tiempo corrió ligero
y el templo se construyó
como que el noble empeñó
palabra de caballero.
Sobre su recinto austero,
todo el feudo acudió a orar
venerando en el altar
en lujoso relicario,
un modesto escapulario
con la Virgen del Pilar.

Los siglos, que todo arrastran
lo más sólido destruyen,
los hombres llegan y huyen
y los monumentos pasan.
Templos que en la fe se abrasan
ceden del tiempo al estrago;
todo es efímero y vago
y en las sombras del no ser
lo que vistió el oro ayer
hoy lo encubre el jaramago.

Quedóse el templo en ruinas,
sus glorias estaban muertas
y ya en sus naves desiertas
volaban las golondrinas.
Sobre sus muros, espinas;
verde yedra en la portada
la Virgen, abandonada
por ley aciaga e injusta,
y la campana vetusta
eternamente calada.

En cierta noche el horror
de algo extraño se apodera
de aquel pueblo cuando oyera
de la campana el rumor.
Desde el más alto señor
al pobre y al pequeñuelo,
acuden con vivo anhelo
a mirar quién la profana
y se encuentran la campana
sola, repicando a vuelo.

Asaltan con gran trabajo
la torre donde repica
y su espanto multiplica
ver que toca sin badajo.
El noble, el peón del tajo,
el alcalde, el alguacil,
con agitación febril
y con ánima turbada
exclaman: "¡Está hechizada
por los siervos de Boabdil!"

Entre temores y enojos,
propios de aquellos instantes,
los sencillos habitantes
ya no pegaron los ojos.
Con sobresalto y sonrojos
el temor al pueblo excita
lleva el cura agua bendita
y como todos, temblando,
comienza a rezar, regando
a la campana maldita.

A medida que mojaba
el agua bendita el hierro,
cual diabólico cencerro
más la campana sonaba.
La gente se santiguaba
triste, amedrentada y loca,
el cura a Jesús invoca
y por fin llega a exclamar:
"No la podemos callar
porque el diablo es quien la toca".

Tras esa noche infernal
se dio cuenta al nuevo día
de aquella aventura impía
al consejo y al fiscal.
Este, en tono magistral,
bien estudiado el conjunto,
resolvió tan grave punto
y por solución perfecta
dijo: "Que tuvo directa parte
el diablo en el asunto".

Y como sentencia sana,
poniendo al espanto un dique,
declaró nulo el repique
de la maldita campana;
que cualquier mano profana
con un golpe la ofendiera
que el pueblo la maldijera,
siendo el alcalde testigo
y desterrada, en castigo,
para las Indias saliera.

Cumplida aquella sentencia,
maldecida y sin badajo,
a Méjico se la trajo
antes de la Independencia.
De algún Virrey la indolencia
la dio castigo mayor
quedando en un corredor
del Palacio abandonada,
por ser campana embrujada
que a todos causaba horror.

Alguien la alzó en el espacio,
le dio voz y útil empleo,
y fue un timbre y un trofeo
en el reloj de palacio.
El tiempo a todo reacio
y que méritos no advierte,
puso un término a su suerte
cambiando su condición
y encontró en la fundición
metamorfosis y muerte.

En el libro polvoriento
que a tal caso registré,
la descripción encontré
de tan raro monumento.
Tuvo como un ornamento
de sus nobles condiciones,
de su abolengo pregones
en la parte principal,
una corona imperial
asida por dos leones.

En el cuerpo tosco y rudo,
consagrando sonidos,
se miraban esculpidos
un calvario y un escudo,
y como eterno saludo
de la tierra en que nació
en sus bordes se grabó
una fecha y un letrero:
"Maese Rodrigo" (el obrero
que la campana fundió).

Produjo tal sensación
entre la gente más llana
ver un reloj con campana
en la virreinal mansión,
que son eterna expresión
de aquel popular contento
las calles que el pueblo atento
"del Reloj" sigue llamando
constante conmemorando
tan fausto acontecimiento.

Dos centenares de auroras
la campana de palacio
lanzó al anchuroso espacio
sus voces siempre sonorazas.
Después de marcar las horas
con solemne majestad,
dejóle nuestra ciudad
recuerdo imperecedero,
que es su toque postrimero
vibrando en la eternidad.

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EL "CACAHUATAL" DE SAN PABLO

Casi mediando por filo
el siglo decimosexto,
pues sólo faltaba un año
para diez lustros completos,
un pregón del Santo Oficio
puso en gran alarma a México
asombrando a la nobleza
y a la plebe dando miedo.
Iban a ser conducidos
con gran pompa al Quemadero
más de cien penitenciados,
de grandes crímenes reos.

Herejes y judaizantes,
desde largo tiempo presos,
y firmes en las doctrinas
de Moisés y de Lutero,
de sus terribles sentencias
fijado el lúgubre término
pronto como relajados
iban a ser un ejemplo,
una sagrada enseñanza,
prueba, verdad y escarmiento
de que los hijos del diablo
deben morir en el fuego.

Alzáronse inmensas piras
sobre aquel lugar siniestro,
donde hallamos una plaza
de mercado en nuestros tiempos,
al lado sur del Palacio
donde reside el Gobierno.
Cansáronse muchos hombres,
gastóse mucho dinero
en los mil preparativos
del auto de fe más negro
que la Inquisición registra
en su historia en nuestro suelo.

Y corrió de boca en boca,
jurando todos ser cierto,
que ordenaba el Santo Oficio
que desde el conde al pechero
revistieran las fachadas
de sus propios aposentos
con todo lo que mostrase
aflicción, terror y duelo.

Que en balcones y ventanas
de las casas del trayecto,
que recorrer deberían
hasta el suplicio los reos,
se pusieran crucifijos
con verdes ceras ardiendo;
lazos y cortinas negras,
ramas de ciprés con heno
y por únicos adornos
los atributos más tétricos
de estatuas y de retablos
en tumbas y cementerios.

Que al pasar la comitiva,
con numeroso cortejo
de inquisidores y jueces
y de verdugos y pueblo,
ninguno hablara en voz alta
para no ofender al cielo,
y que de todas las bocas
salieran fervientes rezos,
para así atenuar un tanto
la suerte de los confesos.
Que era obligación de todos
rezar contritos el Credo
y repetirlo las veces
que les permitiera el tiempo
que tardaran en cambiarse
en cenizas los incrédulos.

Por último el Santo Oficio,
a nobles como a plebeyos,
ordenaba que llevasen
en torno del Quemadero
a sus esposas e hijos
para tomar escarmiento
de cómo padece y muere
y causa terror un réprobo.

Y les previno asimismo
que aquel que por sentimiento,
por compasión o ternura
en instantes tan supremos
solicitara clemencia
o indulto para los reos,
a las terribles hogueras
fuera arrojado con éstos.

Y se mandó que ninguna
de las gentes de este Reino
pudiera asistir al auto
ni conocer a los reos
sin haber en su parroquia
cumplidos los sacramentos
que lavan de toda culpa
y curan de todo yerro.

Con tan graves prescripciones
los habitantes de Méjico
esperaban el instante
en que un castigo tremendo
iba a cumplirse, llevando
cien hombres al Quemadero.


II

No hay plazo que no se cumpla,
dice un sabido proverbio,
y al fin llegó la alborada
que ansioso esperaba el pueblo.
Dentro de las tristes celdas
a los infelices reos
sus verdugos de rodillas
estas cosas les dijeron:

"Nosotros, que vuestras vidas
por mandato cortaremos,
vuestro perdón demandamos
en nombre del Juez Supremo
a quien también le pedimos
que os liberte del infierno".

Y esta fórmula cumplida
visten con hopa a los presos,
y los disponen y alistan
para caminar al fuego.

Entre todos, allí estaba
ocupando el primer puesto
un judaizante muy rico
y de carácter de hierro.

Contaban propios y extraños,
en público y en secreto
que vino a la Nueva España
a dedicarse al comercio.

Construyó un amplio palacio
un tanto churrigueresco,
en el barrio más distante
de la capital del reino.

Y arregló en el piso bajo
una casa de comercio
con dos puertas, de las cuales
una tuvo el privilegio

de que si entraba por ella
un comprador forastero,
sacaba, sin explicárselo,
más baratos los efectos.

Así vivió sin zozobras
el mercader mucho tiempo,
y le debió a una desgracia
turbar tan dulce sosiego.

Tuvo entre su muchedumbre
a una mujer a quien dieron
orden de que investigase
de aquel hombre los secretos;
y ella, astuta y maliciosa,
y fanática en extremo
llegaba noche por noche
junto a la alcoba del dueño,
y no le vio santiguarse
ni le escuchó ningún rezo.

Pero sí notó que siempre
se escucharan raros ecos
de golpes, como si diera
azotes en algún cuerpo;
miró por la cerradura
y vio con asombre inmenso
que aquel hombre fustigaba
con un rebenque de cuero
a un Niño Jesús, desnudo
y tendido sobre el suelo.

Le dio parte a la justicia
y no pasó mucho tiempo
sin que al hereje encontrara
el inquisidor Aldeño,
dando golpes a la imagen
del Príncipe de los Cielos.

Registrada aquella casa,
encontraron que el hebreo
en una de las dos puertas
de su casa de comercio
enterró dos crucifijos
y formaba su contento
vender al que los pisaba
más baratos los efectos.

Por crímenes tan terribles,
por tan grandes sacrilegios,
sentenciólo el Santo Oficio
a ser arrojado al fuego,
con coraza en la cabeza
y sambenito en el cuerpo,
conducido con una mula,
montado en sentido inverso,
con el rostro hacia la cola,
custodiado por dos negros.

Y que después de quemado,
para enseñanza del pueblo,
se esparcieran las cenizas
en alto a los cuatro vientos,
confiscándose sus bienes,
su habitación maldiciendo,
regando con sal y lumbre
los muros y los cimientos
y condenando a sus hijos
a calabozo perpetuo.


III

Cuentan viejos pergaminos
que el excomulgado reo,
cuando al suplicio marchaba
daba pavor por blasfemo.

Y que la mula elegida
para conducir su cuerpo
se encabritó tantas veces
que dio con él en el suelo;
y temiéndose que vivo
no llegara al Quemadero,
ordenaron que subiera
para sujetarlo un negro,
que lo estrechó entre sus brazos
en gran parte del trayecto.

El pueblo que contemplaba
tan espantosos sucesos,
sin explicarse el motivo,
dijo para sus adentros:
"Este hereje lleva el diablo
tan bien metido en el cuerpo,
que ni la mula aguanta
para no ofender al cielo".

Por ventanas y balcones,
en vez de salmos y rezos,
le arrojaban anatemas,
maldiciones y denuestos;
y como era mes de julio
en que siempre llueve en México,
y estaba el cielo nublado
y nada agradable el cierzo,
las gentes se sospechaban
que por no ver al blasfemo,
entre cenicientas nubes
permaneció el sol envuelto.

Así al horrible suplicio
llegaron a pasos lentos
más de cien excomulgados,
todos firmes y confesos.

Tocó el turno al israelita
que fue entre todos aquellos
el primer quemado vivo
por sus grandes sacrilegios.

Y dicen que al verse atado
al tosco mástil de hierro
y cuando ya lo envolvían
las rojas lenguas del fuego,
les gritaba a los verdugos
con tosco y rabioso acento
"Echen más leña, infelices,
que me cuesta mi dinero".


IV

Han transcurrido dos siglos
y aún está de pie y entero
el palacio en que habitara
el infortunado reo.

Llamóse Tomás Tremiño;
no murió joven ni viejo
y fue de carácter firme
y de condición discreto.

No se ha borrado su nombre
de la memoria del pueblo,
porque siempre el infortunio
del cristiano y del hebreo
hace palpitar llorando
a los corazones buenos.

Y se encomia y se bendice
y se aplaude con anhelo
la dicha de haber nacido
con la razón y el derecho
y sin hogueras que forjen
los grillos del pensamiento.

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LA CALLE DE "XICOTENCATL"
(A mi muy querido amigo Ramón Murguía)

Cuando al formidable empuje
de la justicia del pueblo,
el joven príncipe Hapsburgo
subió al cadalso en Querétaro,

al recoger su cadáver
sobre el memorable cerro
en cuyas peñas abruptas
saltó en astillas un cetro,

se ordenó que embalsamaran
los inanimados restos,
por si en la tierra nativa
les daban tumba sus deudos.

Y era de mirarse el cuadro
grave, imponente y siniestro,
que por su humilde grandeza
no olvidan los que lo vieron.

Sobre la bruñida plancha,
tendido el desnudo cuerpo,
plumón de cisne en lo blanco,
marmórea estatua en lo yerto;

abierta la barba rubia
en dos gajos sobre el pecho;
cual turquesas empañadas
los tristes ojos abiertos.

Surcando azulosas venas
la frente de marfil terso,
mostrando en ligeros surcos
congelado el pensamiento.

Lacio tocando la piedra
el áureo escaso cabello,
alisado en otros años
por manos que están muy lejos.

Rojas, profundas heridas
dispersadas en el pecho,
por donde entraron las balas
y se escaparon los sueños.

Inertes los largos brazos,
como abandonados remos,
y en las manos insensibles
algo crispados los dedos.

En las piernas las señales
de haber mantenido el cuerpo
largas horas sobre el ágil
corcel de los campamentos.

Y en el extraño conjunto
despertando los recuerdos
de Rubens, cuando pintara
a Cristo desnudo y muerto.


II

En una ciudad que ha sido
por muchos meses el centro
de encarnizados y horribles
combates a sangre y fuego,

por más que sobró pericia
no abundaron elementos
para sin tacha ninguna
ungir el cadáver regio,

y a reparar menoscabos
trajéronlo pronto a Méjico,
sobre los frescos escombros
del ya desplomado imperio.

En tierra de Moctezuma
el príncipe entró de nuevo,
no sobre augusta carroza,
sino encerrado en un féretro.

De nuestra ciudad las llaves
ninguno le dio a su encuentro,
ni su retorno anunciaron
los heraldos palaciegos.

En las sombras de la noche,
por rudas tablas cubierto,
sin ser por nadie esperado
y sin visible cortejo,

entró en vetusta capilla
el ataúd, pobre y negro,
y en tosca mesa de pino
quedó en solemne aislamiento.

Una lámpara que ardía
toda la noche en el templo,
lanzaba sobre la caja
su fulgor amarillento,

y en las elevadas bóvedas,
como tristes agoreros,
con sus fúnebres graznidos
se quejaban los mochuelos.

Las místicas esculturas
semejaban con su aspecto
dolientes que acompañaran
la soledad de aquel cuerpo.

Sobre el ataúd cernían
su augusto, impalpable vuelo,
los fantasmas de otros mundos
que en otros siglos vivieron:

Carlos Quinto, con sus pompas
de un sol sin ocaso dueño,
surgió con su egregia Corte
para velar a su nieto.

La noble María Teresa
con sus infinitos duelos,
en la frente del Hapsburgo
depositó helado beso.

Sola estaba la capilla,
solo el misterioso féretro,
solos los tristes altares
de aquel recinto severo,

y dentro de aquella caja,
solo y rígido durmiendo
un soñador de treinta años
fatua luz de un breve imperio.

Allá detrás de los mares
solo el castillo risueño
que el Mediterráneo baña
con ondas de azul sereno.

Sola, en el antiguo mundo,
loca de amargura y duelo,
la esposa joven y hermosa,
que en vano espera a su dueño:

y fuera de la capilla,
en una calle de Méjico
que de San Andrés se llama
y donde estaba aquel templo,

la indolente muchedumbre,
sin pensar en el rey muerto,
elevaba los cantares
de un rey inmortal: el pueblo.

Al par que mamá Carlota
se cantaban los Cangrejos,
y alzando hosanna a Juárez
daban vivas a Escobedo.

Era muy negra la noche,
era muy lúgubre el viento,
la ciudad aun no salía
de los espasmos del miedo.

Y allí estaba aquel cadáver,
limpia la faz, roto el pecho,
como una lección terrible,
como un inmortal ejemplo,

de que la ambición engaña,
de que deslumbra el ensueño
y de que fue una tragedia
lo que se llamó un imperio.

Yo era muy joven, muy joven,
y el corazón en mi pecho
lloraba la dura ausencia
de mi único Dios terreno;

de mi padre, que ni un día
mientras que tuvo un aliento,
dejó, con honda amargura,
de llorar por aquel muerto.


III

El sabio a quien encargóse
el nuevo embalsamamiento
era del ilustre Juárez,
al par que amigo, su médico.

No bien con expertas manos
ligó los inertes miembros,
dejó, por secar las vendas,
suspendido al aire el cuerpo.

Pendiente de los dos hombros
en un arco de aquel templo,
y con los ojos de esmalte
retando al abismo negro,

solo quedó el soberano,
rígido como de acero,
con olorosos barnices
mojando a sus pies el suelo.

Y cuentan que en una noche
a Juárez dijo su médico,
más bien que en tono de súplica
en son de dulce consejo:

"No quiero encerrar al príncipe
para siempre en otro féretro
antes de que, de mi brazo,
vayáis vos a conocerlo.

Y Juárez cedió a la oferta,
y esa noche, en silencio
llegó al misterioso sitio
conversando a paso lento.

Dos lámparas encendidas
mal alumbraban el templo,
y en la penumbra del fondo
se destacaba aquel muerto.

Aviváronse las luces
y bañó un fulgor intenso
el rostro color de cera,
los ojos color de cielo.

Juárez se acercó impasible
en holgada capa envuelto,
sin dar señales ningunas
de angustia o desasosiego.

Y de pie frente al cadáver
clavó en él sus ojos negros
y se lo quedó mirando
con su semblante de hierro.

Un diálogo sin palabras
se entabló en aquel momento
entre el rey ajusticiado
y el justiciero de un pueblo.

Una parvada invisible
de profundos pensamientos
de la frente de aquel vivo
voló a la frente del muerto.

Mas no se turbó su rostro,
ni sus labios se movieron,
ni cruzó por sus pupilas
rayo de placer o duelo.

Y después de haber estado
contenplándolo en silencio
"Ya lo vi -dijo en voz baja,
el vendaje aun no está seco".

Y tomando por el brazo,
cual de costumbre a su médico,
sin hablar de aquella escenna
salió de allí a paso lento.

...............

La eternidad insondable
quedó atrás en el templo
y ella oyó el diálogo mudo
de aquel vivo v aquel muerto.


IV

Pasados breves los meses
y a sus patrios lares vuelto,
el príncipe infortunado,
sin corona y sin aliento

conmemorando su muerte
en junio, en el mismo templo,
congregarse a llorarlo
no pocos de sus adeptos.

Escándalo semejante
despertó en aquellos tiempos
tempestad de desazones
y amargos resentimientos.

Y en masónico banquete,
en un solsticio de invierno,
frente del ilustre Juárez,
y ante un auditorio inmenso,

un liberal de renombre
y de carácter enérgico,
adalid de la Reforma
y hombre de acción y talento,

pidió, sin temor a nadie,
que se derribara el templo
poniendo manos a la obra
en aquel mismo momento;

y dos horas no pasaron
sin que con extraño estruendo
las piedras se desgranaran
del muro al golpe del hierro.

Derribada la capilla,
se abrió la calle que hoy vemos
"de Xicotencatl" llamada
en honor de un héroe egregio.

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LA CALLE DE LA CADENA

Aún estaba conmovido
el bajo pueblo de Anáhuac
recordando el fin postrero
de los dos hermanos Ávila;

aún al cruzar por las noches
la anchurosa y triste plaza,
al mirar en pie las horcas
las gentes se santiguaban;

y aún en algunos conventos
rezábanse las plegarias
a fin de que los difuntos
lograsen salvar sus almas;

cuando un pregón le decía
a la curiosa canalla
que por atroces delitos,
que por pudor se callaban,

iba a ser ajusticiado
por voluntad del monarca
un negro recién venido
con un noble a Nueva España.

Como se anunció la fecha
la gente acudió a la plaza,
en tal número y desorden
que un turbión asemejaba,

porque en los terribles casos
en que la justicia mata
la humanidad se desvive
por mostrar que no es humana.

Desde que lució la aurora
acudió la gente en masa
y muchos allí durmieron
esperando la mañana.

Mirábanse a los verdugos
que el cadalso custodiaban
ya con los rostros cubiertos
con una insultante máscara.

El sol estaba muy alto,
la gente con vivas ansias,
los verdugos en acecho
y los soldados en guardia;

y ninguno suponía
que el acto aquel se frustrara
cuando de mirar al reo
perdieron las esperanzas.

De pronto, a galope llega
un dragón junto a las tablas
del cadalso, y con alguno
de los centinelas habla.

Los verdugos, para oírlo
descienden la escalinata,
y corre un rumor que anuncia
que la ejecución se aplaza.

El toque de los clarines
pronto anuncia retirada,
y en diversas direcciones
plebe y soldados marchan.

Hay disgusto en los semblantes
de mozuelas y beatas,
pues como a ninguno ahorcaron
han perdido la mañana.

Y se resienten de verse
por el Pregón engañadas,
y viendo solo el cadalso,
rezan, murmuran y charlan.

Los curiosos insistentes
que averiguan la causa
del retardo, al fin descubren
lo que nadie se explicaba.

Cuentan que trayendo al negro
de San Lázaro a la plaza,
cuando apenas por oriente
se vislumbró la mañana,

cercado por alguaciles
y por mucha gente armada,
bebiéndose de amargura
sus propias, ardientes lágrimas,

con voz fúnebre pidiendo
que hicieran bien por su alma,
un sacerdote entregado
a cumplir siempre estas mandas;

mirando a todas las gentes
en balcones y ventanas
darle el adiós postrimero
entre llantos y plegarias.

El negro que parecía
de susto no tener alma,
cruzó por una calleja
tan angosta como larga,

donde entre humildes jacales
surgía como un alcázar
un caserón de tezontle
con paredes almenadas,

con toscas rejas de hierro
en forma de antiguas lanzas,
con canales cual cañones
que el alto muro artillaban,

y bajo el vetusto escudo
de ininteligible heráldica
un ancho portón forrado
de gruesas y obscuras láminas;

teniendo como atributo
que las gentes veneraban,
una cadena de acero burda,
negra, tosca y larga.

Con sus ojos que vertían
raudales de vivas llamas,
mira el negro de soslayo
aquella ostentosa casa,

y sin que evitarlo puedan
los cien que lo custodiaban
tan ligero como un rayo
del centro se les escapa,

gana de un salto la acera,
se arrodilla en la portada
y cogiendo la cadena
en las dos manos, con ansia

grita con voz que parece
un rugido: "¡Pido gracia!
¡Pido gracia a la nobleza
de nuestro amado monarca!"

Y corchetes y alguaciles
y arcabuceros y guardias
se quedaron asombrados
y sin responder palabra.

Porque sabido de todos era
que en aquella casa vivía
un señor de abolengo
entre los grandes de España,

que por fuero de linaje
en sus títulos estaba
tener cadena en su puerta
y pendón en la fachada.

El reo que esa cadena,
por su fortuna tocara
al marchar para el cadalso,
de la muerte se libraba.

Y el negro, que esto sabía,
tuvo la fortuna extraña
de alcanzar tal privilegio
que otro ninguno lograra.

Mirando lo sucedido,
nobles, corchetes y guardias,
con gran susto de la escena
no siguieron a la plaza,

pues tornaron al presidio
la víctima afortunada;
al Virrey le dieron parte
y todo quedóse en calma.

Hoy sólo existen los muros
de la mansión legendaria,
sin huellas de las almenas
ni escudo de la portada.

Y dicen los que lo saben,
doctos en antiguas causas,
que la angosta callejuela
de "La Cadena" hoy se llama.


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LA CAJA MILAGROSA
(Leyenda del ex-convento de La Concepción)

I

Para honrar la siempre limpia
Concepción Inmaculada
en la hermosa y opulenta
capital de Nueva España,

un vecino muy devoto
y de riquezas muy vastas,
trató de hacer un convento
digno de gloria tan alta;

y comprando unos solares,
y al rey demandando gracia,
logró dar cima a su anhelo
sin medir riesgos ni vallas.

Llamábase aquel buen hombre
Juan Aguirre de Suasnaba,
pródigo en las caridades,
y en las costumbres, sin tacha.

Cuando con gran regocijo
miró su obra comenzada
y dio fin a los cimientos
y forma a sus esperanzas,

la segur, que no respeta
glorias y dichas mundanas,
cortó el hilo de su vida,
por cierto envidiable y grata.

Tocó a sus más allegados
heredar cuanto dejara,
y ya ricos, no quisieron
proseguir obra tan santa.

Quedó en punible abandono
la nueva y costosa fábrica,
sin que de ponerle término
se dijera una palabra.

Los dueños de la fortuna
fuéronse a tierras extrañas,
y nadie creyó que hubiese
quien a Aguirre reemplazara.

Apagáronse de un soplo
las ilusiones doradas
de cuantos vieron seguía
del nuevo templo la fábrica.

Y en las más nobles familias
con dolor se comentaba
la conducta de los deudos
del propio interés avara.

Las pudorosas doncellas
que con delicia y con ansia
soñaron en vestir pronto
manto azul, túnica blanca,

y habitar del nuevo claustro
la quieta y feliz morada,
al saber la triste nueva
vertieron secretas lágrimas.

En esos tiempos remotos
del mundo en la mar sin playas,
para encaminarse al cielo
era el convento la barca;

la celda, puerto y refugio
de la vida en las borrascas;
y la fe, radiante estrella,
nuncio y galardón del alba.

En los tristes desengaños,
en las dudas más amargas,
en la orfandad sin apoyo
y el amor sin esperanza,

cuando todos los dolores
a un tiempo el ánimo embargan
y la razón obscurece
y las virtudes desmayan,

el claustro fue la piscina,
el Jordán de frescas aguas
en que encontraron alivio
los hondos males del alma.

Y las vírgenes más bellas,
las azucenas más castas,
en sus floridos abriles,
en su edad más dulce y grata,

encerrábanse en las celdas
como en tumbas solitarias,
viviendo en completo olvido
sin ambiciones bastardas;

y allí, sin decir a nadie
la historia de sus desgracias,
era su ilusión la muerte
y el martirio su enseñanza.

Tarde por tarde, iban muchos
a ver en desierta plaza,
frente a la modesta ermita
que a nuestros tiempos alcanza

los comenzados cimientos
de la nueva mansión sacra
que iba a honrar la siempre
limpia Concepción Inmaculada;

y para excitar el celo
de gentes ricas y santas
que con su cuantiosa hacienda
el monasterio acabaran,

una fiesta organizóse
invitando a la más alta
sociedad de la opulenta
capital de Nueva España.


II

En medio de gran gentío
un viejo orador sagrado
dice así con voz sonora
y con inmenso entusiasmo:

- "No es cierto que nadie quiera
esta obra llevar a cabo,
que hay alguien a quien le sobran
elementos para el caso.

Allí escondido entre muchos
acierto a ver a mi hermano;
lo conocéis casi todos,
le llaman Simón de Haro";

"es un minero muy rico,
y es además buen cristiano,
y va a encargarse de todo
lo que otros abandonaron".

"¿Que habrá que gastar dinero?
¡nada importa! ¡Tiene tanto!
y además pueden sus minas
darle cuanto es necesario.

El terminará el convento,
él lo hará, puedo jurarlo,
y tal vez desde mañana
ocupe aquí muchos brazos".

Volvieron todos el rostro
a don Simón, contemplando
que estaba absorto y confuso
con un sermón tan extraño.

Y prodigándole encomios,
y apretándole la mano,
por su decisión tan noble
todos le felicitaron.

Sin dar a nadie respuesta,
confuso, atónito, pálido,
al ver ya fuera del púlpito
a quien movió tal escándalo,

fuése saliendo a su encuentro
de esta guisa a interpelarlo.
- Si sabes que soy muy pobre,
pues muy exiguo es mi erario,

¿por qué de erigir conventos
me impones el duro encargo
cuando en mi caja no quedan
más que muy pocos ducados ?

-Yo no he dicho una palabra.
-¡Estás loco! Te escucharon
todos los que aquí han venido
y que no son muy escasos.

- Pues te juro que no dije
ni una frase... -Has dicho tanto
que todos me reconocen
como un rico nada avaro,
que va a construir el convento.

En esto pienso que hay algo
misterioso, incomprensible.
-Lo que dijeron tus labios
todo el mundo lo comprende.
-Yo no lo he dicho.-Habla claro.

-Sospecho que las palabras
que oyeron todos, hermano,
las ha dicho por mi boca
el mismo Espíritu Santo.

- ¿Será posible ?-No dudes,
porque yo ni lo he pensado,
y al decir que nada dije
con esta verdad me salvo.

-Dios será quien te proteja.
-Yo estoy muy pobre y no guardo
en caja sino muy poco,
ven a ver mi caja.-Vamos.

De don Simón a la casa
bien pronto se encaminaron,
y abriendo una tosca puerta
entraron a húmedo cuarto.

Vieron los dos una caja
abandonada en un ángulo,
forrada en vetusto cuero
y llena de toscos clavos.

La abrió don Simón, y al punto
saca con su propia mano
cerca de catorce duros
que allí estaban encerrados.

- ¿Basta para un monasterio
este pequeño puñado?
Y antes de que a tal pregunta diera
respuesta su hermano,

dentro de la antigua caja
oyeron un ruido extraño
y los espantados ojos
a un tiempo volvieron ambos.

De escudos limpios y hermosos
halláronla rebosando,
y postráronse de hinojos
absortos de aquel milagro.

Vaciáronla varias veces,
y en cada vez la encontraron
llena de nuevas monedas
que arrojaba ignota mano.

-Con esto se hará el convento.
-Y la obra llevaré a cabo.
-Alabemos a la Virgen,
-Y al Señor tres veces santo.

Con lágrimas en los ojos
y trémulos y rezando,
el clérigo y el minero
salieron al fin del cuarto.

Se dio principio a las obras,
y en menos de quince años
se alzó el templo y el convento
de la Concepción llamado.

Y en el espléndido coro,
las monjas siempre guardaron,
como caja milagrosa,
portento admirable y raro,

la que durante las obras
sola se estuvo llenando
hasta que la ultima piedra
se puso en el templo santo.

Y esta conseja la citan
haciendo mención del caso
autores que en nuestros tiempos
pasan por doctos y sabios.

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LA CALLE DEL CALVARIO
(Leyenda del clavo)

Joseph Ramírez Dorantes,
era, hablando con verdad,
uno de los estudiantes
más cumplidos y galantes
de nuestra Universidad.

Era de honrada ascendencia,
su padre cifró su afán
en ilustrarlo a conciencia,
y a estudiar jurisprudencia
lo mandó de Michoacán.

Vivió, cual es de ordinario,
sufriendo algunos rigores;
y el centro universitario
lo nombró bibliotecario
del claustro de los Doctores.

Fue una borla su esperanza,
sin que de la suerte impía
temiera aleve asechanza,
y tan dado a la enseñanza
que un Dómine parecía.

Siempre a las contiendas hecho,
amaba la discusión,
y en la mesa y en el lecho
era un curso de derecho
su amena conversación.

En su memoria reunidas,
con invisible buril,
se encontraban esculpidas
las leyes de las Partidas
y del derecho civil.

Era alegre y zalamero,
decidor grato y sin par,
y en aquel claustro severo
era en la misa el primero
que se acercaba al altar.

¡Con qué entusiasmo estudiaba!
y era por su devoción,
si a un santo se celebraba,
el que a llevar ayudaba
el palio en la procesión.

Y a un tiempo afable y sencillo,
lleno de franqueza y fe,
sin buscar aplauso y brillo,
jugaba igual un tresillo
como bailaba un minué.

Y así de todos querido,
en lo mejor de su edad,
y por todos aplaudido,
juzgábanlo el consentido
de aquella Universidad.


II

Locuaz, osado, altanero,
de embozada condición,
era en el claustro severo
de Ramírez compañero
Roque Manresa y Leén.

En estudiar diligente,
cursando Filosofía,
era discreto y prudente
que en época tan creyente
él ni en el diablo creía.

Del Génesis y el Éxodo
burlábase por igual,
mas con tan discreto modo,
que le juzgaban en todo
sincero, adicto y leal.

Eran ambos estudiantes
alegres y decidores,
para los libros, constantes,
y según fama, galantes
y atrevidos, en amores.

Nunca se les vieron huellas
de asuntos envilecidos
por tenebrosas querellas
eran terror de doncellas
y espanto de los maridos.

Y eran ambos celebrados
por la grey alegre .y franca
de capences y .encerrados,
que no eran menos osados
que aquellos de Salamanca.

Bautizados por. alguno
de chispa y de buen humor,
con un apodo oportuno
llamaban "El Tigre", al uno,
y al otro " El Inquisidor".


III

¡Tiempos tristes los pasados!
el rigor era la ley,
cuando ilusos o engañados
eran los hombres quemados
de orden de Dios y del Rey.

Cuando nunca se atendía
el derecho y la razón;
y el que negaba o leía
iba a la cárcel sombría
de la Santa Inquisición.

De aquel proceder severo,
eran testimonio y nota,
pasmando a Méjico entero,
tres sitios: el quemadero,
el cadalso y la picota.

El progreso en su carrera
la picota derribó,
apagó después la hoguera,
y tras su llama postrera
sólo el cadalso quedó.

Mudo, terrible, imponente,
como fantasma servil,
fue Méjico, independiente,
y aun se asombraba a la gente
matando a garrote vil.

Se ve entonces de ordinario,
a Lento paso marchar
por la calle del Calvario,
con hopa y escapulario,
al que van a ajusticiar.

Siempre el toque de agonía
fue la voz nunca turbada
de aquella calle sombría,
a cuyo extremo se erguía
la horca odiosa y odiada.

La calle a todos arredra
y en las noches causa espanto;
que allí el infortunio medra,
y todos ven cada piedra
humedecida con llanto.

En sus contornos obscuros,
se oyen gritos sofocados,
maldiciones y conjuros,
y cruzan cabe sus muros
espectros de ajusticiados.

El pueblo, que nada olvida,
afirma con frenesí
que en la noche tan temida
el alma de un parricida
sale a penar por allí.

Y que. no son devaneos
ver, al dar las oraciones,
sobre. el altar de los reos
como terribles trofeos
luminosos .corazones.

Esa fúnebre capilla
que enluta eterno capuz,
pues en ella nada brilla
es tosca, pobre, sencilla
con un altar y una cruz.

Allí con solemne calma
entraba el que fuera en pos
como mártir, de una palma
antes de entregar el alma,
en el patíbulo, a Dios.

Allí cada sombra adquiere
más luto y más lobreguez
que el que en el cadalso muere,
allí reza el Miserere
por la postrema vez.

Allí causan a la par
compasión, miedo y pavor
frente a la cruz, el pesar,
la horca frente al altar,
frente a la horca, el horror.

No hay. martirio que. no estalle
en sitio tan funerario,
ni alma que allí no batalle,
pues tal capilla y tal calle
conducen siempre al Calvario.


IV

Una. mañana, salieron
Manresa y Ramírez juntos;
larga charla mantuvieron,
y entusiastas discutieron
sobre diversos .asuntos.

Un argumento, el mejor,
que a los dos les .preocupaba...
y trataron con calor,
era: ¿En qué estriba el valor?
y cada cual meditaba.

¿En desdeñar el abismo
que ante la muerte se ve?
¿En luchar con fanatismo?
¿En dominarse a sí mismo?
¿En ser invencible? ¿En qué?

-En dominarse; ¿no es esa
prueba de gran valentía,
con la dignidad ilesa?
-Tal es mi opinión, Manresa.
- Ramírez, tal es la mía.

-Pero hay casos en los cuales
tiembla el hombre sin querer,
pues son sobrenaturales..
-Yo todos los juzgo iguales,
porque querer es poder.

-Te asiste razón y es cierto;
¿mas si llegas a mirar
en noche, en claustro desierto
que se te aparece un muerto
y que te pretende hablar?

- Conseja, fútil conseja,
que el ánimo enfermo trunca
de un imbécil o una vieja,
pues el que la vanidad deja
no vuelve a la vida nunca.

.- Los Santos Padres dijeron,
acuérdate, en un concilio...
-Los Santos Padres mintieron
los pobres no conocieron
ni a Tibulo, ni a Virgilio.

- ¿Pero tú no juzgas ciertos
sus relatos consagrados,
que a firman los más expertos?
- Decir que vuelven los muertos,
no es cosa de hombres honrados.

-Siempre te encuentro de fiesta,
no pierdes tu buen humor
ni en una cuestión cual ésta,
y quiero hacer una apuesta
para probar tu valor.

- Lo que quieras, nada temo;
por bravo no me reputo,
pero soy digno en extremo;
ni con los diablos me quemo
ni con los muertos discuto.

Pues bien; te voy a decir,
y no me hagas un reproche,
pues lo puedes discutir:
no eres capaz de venir
al cadalso, a media noche.

-¿Pero qué, te has figurado
que soy tan vil y cobarde?
yo subiré a ese tablado,
aun estando el cuerpo helado
del que ahorcarán por la tarde.

-Tan bravo no te creí.
- Pues sábelo; así soy yo,
y de tal suerte nací.
- Pues yo te digo que no.
-Y yo te digo que sí.

-Ya que junto a la horca estamos,
en ella voy a poner
este libro que llevamos,
y cuando las doce oigamos
lo vendrás a recoger.

-Ve a ponerlo, nadie tiene
duda de mi altiva fe,
pues sin mancha se sostiene
que la media noche suene
y a recogerlo vendré.

Y alegres los dos cruzaron
las calles de la ciudad
de otras cosas conversaron
y así contentos llegaron
hasta la Universidad.


V

Llegó la noche sombría;
el espacio se enlutaba;
el viento horrible gemía;
la lluvia tenaz caía
y el cielo relampagueaba.

Una promesa hecha entonces
era un pacto temerario
esculpido sobre bronce;
oyeron ambos las once
y se fueron al Calvario.

Moviendo iguales sus piernas
cruzaron por la ciudad
que en esas noches eternas
sin lámparas ni linternas,
mostraban su soledad.

Pronto en el Calvario dieron;
de la capilla, al portal
por instinto se acogieron;
surgió un relámpago,
y vieron el patíbulo infernal.

- Voy por el libro y me esperas;
y así no me harás reproche.
-Ve y vuelve cuando tú quieras.

..............................

Y las campanas austeras
sonaron la media noche.

El que se quedó, veía
marchar con grave arrogancia
al que al cadalso partía,
y apoco, tan solo oía
sus pasos en la distancia.

Luego un rumor sordo y hueco
después un murmullo falso
como el engaño del eco,
y enseguida un golpe seco
en las tablas del cadalso.

Con ansiedad sobrehumana
el uno al otro esperó
y fue su esperanza vana,
pues despuntó la mañana
y Manresa no volvió.

No volvió, porque tocaron
sus manos, en el incierto sitio,
el libro que buscaron,
y sintió que lo tiraron
de la capa y cayó muerto.

.............

VI

No bien hubo amanecido,
Ramírez sube anhelante
al cadalso aborrecido,
y halló en las tabas tendido
el cuerpo del estudiante.

Lleno de horrible aflicción
cuando a su mente se escapa
de la muerte la razón
encuentra sobre un tablón,
prendida a un clavo, la capa.

Y a varios que lo seguían
les dijo el motivo justo
y todos se convencían;
-Sintió que lo detenían.
y es claro...¡murió del susto!

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DEL ESCENARIO A LA CELDA
(Leyendas de la calle de Las Damas, 1726)

I

Hermosa como la estrella
de la alborada de mayo
fue en Méjico hará dos siglos
doña Ana María de Castro.

Ninguna logró excederle
en la elegancia y el garbo
ni en los muchos atractivos
de su afable y fino trato.

Sus maneras insinuantes,
su genio jovial y franco,
su lenguaje clara muestra
de su instrucción y su rango:

su talle esbelto y flexible,
sus ojos como dos astros
y las riquísimas joyas,
con que esmaltó sus encantos.

La hicieron en todo tiempo
la más bella en el teatro,
la mejor por sus hechizos,
la primera en los aplausos.

Los atronadores vivas,
los gritos del entusiasmo
siempre oyó, noche por noche,
al pisar el escenario.

En canciones, en comedias,
en sacramentales autos,
ninguna le excedió en gracia,
ni le disputó los lauros.

Doña Ana entre bastidores
era de orgullo tan alto,
que a todos sus compañeros
trató como a sus lacayos.

Las maliciosas hablillas,
los terribles comentarios,
los epigramas agudos
y los rumores más falsos,

siempre tuvieron origen
según el vulgo, en su cuarto,
centro fijo en cada noche
de los jóvenes más guapos.

Allí en torno de una mesa
se charlaba sin descanso,
sin escrúpulos ni coto
de lo bueno y de lo malo.

Si la gazmoña chicuela
del marqués, ama a Fulano,
y si éste le guiña el ojo
escondido en algún palco;

Si la esposa de un marino
mira con afán extraño
al alabardero Azunza
que de algún noble está al lado;

Si el Virrey fijó sus ojos
con interés en el patio,
como en busca de un amigo
que subiera a acompañarlo,

sobre el último alboroto
de tal calle y de tal barrio
con alguaciles, corchetes
mujerzuelas y soldados

La actriz, risueña y festiva
oyendo tales relatos,
a todos daba respuestas
como experta en cada caso.

Algunos por conquistarse
su pasión más que su agrado,
sin lograr sus esperanzas
grandes sumas se gastaron;

otros con menos fortuna
sólo anhelaban su trato
viviendo como satélites
en derredor de aquel astro.

Ana, radiante de gloria,
miraba con desenfado
a los opulentos nobles
que eclipsara con su encanto.

Y en la sociedad más alta
censuraban su descaro
creyéndola una perdida,
foco de vicios y escándalos.

Mas no hay crónica que ponga
tan duros juicios en claro,
ni nos diga que a ninguno
se rindió por los regalos.

Ella protegió conquistas
de sus amigos más francos,
y quizá empujó al abismo
a los galanes incautos.

Astuta e inteligente
guardó en su amor tal recato
que tan valioso secreto
no han descubierto los años.

Se habla de un Virrey
que estuvo de doña Ana enamorado,
mas la historia no lo afirma
ni puedo yo asegurarlo.

Mujer hermosa y ardiente,
de genio y en el teatro,
por la calumnia y la envidia
tuvo medidos sus pasos.


II

Por sabias disposiciones
dictadas con gran acierto
las actrices habitaban
muy cerca del coliseo.

Este se alzó por entonces
entre el callejón estrecho
que del Espíritu Santo
llamamos en nuestro tiempo,

y la calle de la Acequia,
en los solares extensos
que hoy las gentes denominan
calle del Coliseo Viejo.

Y cerca, en vecina calle,
que por tener un colegio
destinado a las doncellas
"de las niñas" llama el pueblo,

las artistas del teatro
buscaron sus aposentos,
y de las Damas llamóse
a tal motivo aludiendo.

Una noche gran tumulto
turbó del barrio el sosiego,
a los más graves vecinos
levantando de sus lechos;

los jóvenes elegantes
formando corrillo inmenso,
seguidos de gente alegre
y poco amiga del sueño,

a la puerta de una casa
su carrera detuvieron
acompañando sus trovas
con sonoros instrumentos

-"Serenata a la de Castro",
dijo al mirarlos un viejo.
-¿Y por qué así la celebran?
preguntó un mozo indiscreto.

-¡Cómo por qué! dijo alguno;
el Virrey loco se ha vuelto
y prendado de la dama
ordena tales festejos.

-¿El Virrey?-Así lo dicen.
-¡El Virrey! -Ni más ni menos;
y allí cantan edecanes,
corchetes y alabarderos.
-¿Será posible ?
-Miradlos...
-¡Qué locuras!
-Y ¡qué tiempos!
-Los oidores están sordos.
-Al menos están durmiendo.
-¡Turbar en tan altas horas
la soledad y el silencio!
¡Y alarmar a los que viven
con recato en los conventos!

-¡Y por una mujerzuela!
-¡Una farsanta que ha puesto,
como a Job, a tantos ricos
que están limosna pidiendo!

-¿Y la Inquisición?-Se calla.
-¿Y la mitra?-¿Y el Gobierno?
-Doña Ana domina a todos
con su horrible desenfreno.

-¿Y es hermosa ?- Cual ninguna.
-¿Joven?-¡Y de gran talento!
-Y con dos ojos que vierten
las llamas del mismo infierno.

-Con razón con sus hechizos
vuelve locos a los viejos.
-El Virrey no es un anciano.
-Ni tampoco un arrapiezo.

-Pero escuchad lo que dicen
cantando esos bullangueros.
-Es el descaro más grande
tal cosa decir en verso.

Y al compás de la guitarra
vibraba claro el acento
de un doncel que así decía
en obscura capa envuelto:

-"¡Sal a tu balcón, señora,
que por mirarte me muero,
piensa en que por ver tus gracias
el trono y la corte dejo".

- Más claro no canta un gallo.
- Y todos lo estáis oyendo.
El Virrey deja su trono
por buscar a la... ¡Silencio!

-¡Cómo está la Nueva España!
-¡Pobre colonia! -Me atrevo
a decir que no se ha visto
cosa igual en todo el reino.

Y los del corro cantaban,
y al fin todos aplaudieron
al mirar que la de Castro
a su balcón salió luego.

- "¡Vivan la luz y la gracia,
la sandunga y el salero!
-Ya asomó el sol en oriente.
-¡Ya el alba tiñó los cielos!"

Y doña Ana agradecida
buscando a todos un premio,
llevó la mano a los labios
y al grupo le arrojó un beso.

Creció el escándalo entonces
rayó en locura el contento
y volaron por los aires
las capas y los sombreros,

Cerró su balcón la dama,
apagáronse los ecos,
dispersáronse las gentes
y todo quedó en silencio


III

Con grande asombro se supo,
trascurridas dos semanas
desde aquella escandalosa
aunque alegre serenata,

que las glorias de la escena,
los laureles de la fama,
el brillo y los oropeles
de la carrera dramática,

por inexplicable cambio,
por repentina mudanza,
sin reserva y sin esfuerzo
todo dejaba doña Ana.

Y alguno de los que saben
cuanto en los hogares pasa
y que exploran con cautela
los secretos de las almas,

dijo a todos los amigos
de artista tan celebrada
que un sermón del Viernes Santo
era de todo la causa.

El padre Matías Conchoso,
cuya elocuente palabra
los más duros corazones
convirtiera en cera blanda,

al ver entre su auditorio
a tan arrogante dama
atrayéndose en el templo
de los hombres las miradas,

habló de lo falso y breves
que son las glorias mundanas;
de los mortales pecados
de los que viven en farsas;

de los escándalos graves
que a la sociedad alarma
cuando una actriz sin recato
incautos pechos inflama;

y con tan vivos colores
pintó la muerte y sus ansias
y al infierno perdurable
que al pecador se prepara;

que la de Castro, temblando,
cayó al punto desmayada
con el hechicero rostro
bañado en ardientes lágrimas.

Sacáronla de aquel templo,
condujéronla a su casa,
y temiendo que muriera
fueron a sacramentarla.

Cuando cesaron sus males,
y estuvo en su juicio y sana,
en señal de penitencia
resolvió dejar las tablas;

y vendió trajes y joyas;
y las sumas que dejaran
se las entregó a la Iglesia
de su nuevo voto en aras.

Entró después de novicia
y su conducta sin mancha
y su piedad y su empeño
por vivir estando en gracia,

abreviaron sus afanes,
la dieron consuelo y calma
y tomó el hábito y nunca
el mundo volvió a mirarla.

Fueron tales sus virtudes
y sus hechos de enclaustrada,
que cuentan los que lo saben
que murió en olor de santa.

Por muchos años miróse
la celda pequeña y blanca
que ocupó en Regina Coeli
la memorable doña Ana.

Y aun se conservan los muros
de la antigua estrecha casa
en que vivió aquella artista
en la "Calle de las Damas".

Pasó, dejando animosa
riqueza, aplausos y fama,
del escenario a la celda
¡por la salvación del alma!

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